Borré mis redes y me sentí más solo

Solía pensar que el silencio era un error—hasta que me senté solo a las 3 a.m., observando el brillo azul de mi pantalla como un fantasma en un templo digital. No estoy deprimido. Estoy atento. La última vez que publiqué fue durante el Año Nuevo Lunar en San Francisco—la teahouse de mi madre iluminada con faroles rojos, pero nadie vino a celebrar. Mi padre dijo: ‘La suerte no se gana—se recuerda.’ Así borré todo: Instagram, Twitter, TikTok—the ecosistema entero. Sin métricas. Sin rachas. Sin ‘interacción’ como moneda. Lo que quedó? El silencio. En ese silencio, volví a esbozar—no con pinceles, sino con código. Escenas de unidad nacieron como rituales ancestrales; After Effects se convirtió en mi incienso; visuales generados por IA susurraron lo que palabras habían sido enterradas bajo algoritmos ruidosos. No busqué comunidad—I la construí. Una noche, un extraño me escribió: ‘¿Te fuiste?’ Respondí: ‘No—estoy finalmente visible.’ No necesitamos ser vistos por multitudes. Necesitamos vernos a nosotros mismos—plenamente, sin aplausos, en la oscuridad, en el brillo, en la quietud entre fotogramas.