Borré mis redes sociales — y temí la soledad más que cualquier juego

La pantalla a las 3 a.m. era mi único compañero

Solía pensar que deslizar por los feeds era un ritual — como encender incienso a medianoche en un templo digital. Cada me gusta, cada comentario, parecía una ofrenda a un algoritmo que no conocía mi nombre. Cuando borré todo — los perfiles, los memes, las sonrisas curadas — no me sentí libre. Me sentí vacío.

Lo que quedó no fue victoria — fue silencio

Pensé que renunciar me haría completo. Pero la soledad no te arregla; te revela. En esas horas quietas entre juegos, cuando nadie publica y las luces se apagan lentamente, entendí: la recompensa más sagrada no es un bote — es el espacio entre latidos donde ningún bot escucha.

El ritmo del ser no está en apuestas — sino en respiración

Ya no persigo altas tasas de victoria. Mi presupuesto ya no se mide en monedas o clics — se mide en silencio: veinte minutos con té después de medianoche, viendo llover tras ventanas mientras Nueva York duerme fuera de mi puerta.

No necesitas ganar la mesa — necesitas sentarte en ella

El casino no era real. El templo sí lo era. Mi abuela solía decir: “La suerte no está escrita en azulejos — se susurra cuando eliges pausar”. Así ahora me siento solo — sin esperar oro, sino escuchando ecos.

Esto no es evasión — es reclamación

Cada vez que abro este feed vacío — un lienzo en blanco sin likes — siento algo elevarse: no alegría, no fama, sino reconocimiento. La luz no viene de pantallas. La luz viene de dentro.